Acarreados y franciscanos

En mis seis décadas y pico, nunca he participado en una marcha, ni siquiera en una peregrinación guadalupana.
Lo más cercano a eso era cuando mi agüela me llevaba a las fiestas de San Francisco de Asís, en Real de Catorce.
No sé si valga como marcha, porque yo era niño y además se trataba de una promesa hecha al santo.
Supongo que la visita al santuario era lo menos; lo más era la penitencia de llegar a él a pie, desde la Estación Catorce.
La faena empezaba en la vieja estación de trenes en Monterrey, a donde llegaban los peregrinos acarreados por sus medios para, luego, ser acarreados nuevamente en vagones del tren.
Un viaje incómodo, penitente, pero para el niño que fui, era bastante divertido.
El niño que soy ahora renegaría de la dureza de los asientos del tren y su incómodo sanitario, aunque disfrutaría igual el paisaje y esperaría con la misma emoción infantil el momento de pasar por la zona de guaridas de los “perritos de la pradera”.
Al llegar a Estación Catorce, grupos pequeños de peregrinos se organizaban para conseguir comida y petates en dónde dormir, tanto en Catorce como ya en el Real.
Unos compraban en puestos, otros, más humildes, improvisaban fogones y cocinaban.

No había, me temo, los multimillonarios desvíos de recursos celestiales para regalar plátanos y tortas de jamón a los peregrinos.
Vicente Fox no podría objetar aquel acarreo, tendría que curarse el “monchis” con otro remedio, aunque sus galimatías apuntan a que cura sus resacas con el principio homeopático: “similia similibus curantur”.
Algunos de sus frecuentes excesos verbales (¿?), me hacen pensar que Blake hablaba de otra cosa cuando dijo que el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría.
Evidentemente, ninguno de aquellos peregrinos franciscanos inundaba masivamente un pueblo en ruinas bajo alguna coacción.
Los milagros de oro que ofendían el sayal de un santo que fue mendigo, penosamente entronizado, eran puras esperanzas, lágrimas coaguladas.
De verdad creo que el milagro no era la mercancía de la fe sino la ilusión de ser escuchados.

En el cristianismo siempre hay argumentos para soportar con paciencia las peores decisiones divinas, así que en el fondo no se espera el milagro, sólo se pide atención y compasión… un diálogo más de emociones que de razones. En la democracia mexicana… más o menos.
No, me temo que en aquellas marchas franciscanas nadie nos regaló tortas de jamón, plátanos, tamales o carnitas.
Los mercaderes de cualquier templo son inmunes a la caridad del santo mendicante.
Hubieran sido útiles esos mendrugos para aquellas jornadas, pero no incentivos y mucho menos, motivos.
