La selfie en Davos

A mí nunca me ha gustado ir a eventos musicales masivos.
Frente al magno concierto del artista de moda o el ya instalado en el empíreo musical, siempre respondí que prefería gastar mi dinero comprando el disco: me saldría más barato, más cómodo para la variz y el lumbago, y podría oírlo cuando se me pegara la gana y despatarrado en el sofá.
- Los pases de cortesía para conciertos, que me regalaban cuando tuve algún puesto importante en un área de noticias, los endosaba rápidamente.
- Los pases para futbol ya ni me los ofrecían, sabían lo que opino sobre ese dizque deporte y que les respondería con un “¡Grrrr… acias!”
Nunca me entusiasmaron las fotos en general, menos todavía las que me mostraban amigos y amigas después de cada incursión a un concierto.
Para mí era patético ver la foto del interfecto risueño, colgado del brazo de la celebridad que, a su vez, ostentaba una sonrisa estatuaria y perfecta.
Alguna vez me puse a pensar cómo esa foto cambiaría la vida, si no de ambos, por lo menos de uno de los retratados.
Salvo para los reporteros de espectáculos, para quienes sería un dato de currículo, para los demás significan nada.
Alguna vez, luego de una grabación en la que participé como guionista, el jefe de información me buscó para tomarme una foto con la artista invitada.
Aunque es una actriz que admiro muchísimo (Susana Alexander), me excusé porque, de verdad, estaba muy ocupado.
Quien trabaje en un área de noticias sabe de qué hablo.
Aquellas proto selfies ya me parecían inútiles entonces.
Luego...
Con teléfonos cada vez más inteligentes que sus dueños...

...se hicieron pandémicas.
Rebasaron el mundo del espectáculo para instalarse como ilustraciones de cuentos de hadas… y ogros.
Una vida imaginaria, ostentosa, presuntuosa.
No hace mucho vi una selfie colectiva de un grupo en el que conozco bien a la mayoría.
La foto es brillante, alegre, feliz, fraternal.
Pero si pusiéramos a todos en un cuadrilátero de Lucha Libre, faltarían esquinas para instalar a cada bando, ninguno técnico, puro rudo.
Tan deplorable es este culto a lo aparente, que ha dislocado incluso la semántica de la información

Hay noticieros por TV donde ya no se sabe en dónde termina el comercial y en dónde empieza la nota.
Parecen noticieros, pero no lo son. Hasta los reportes en vivo se parecen cada vez más a una selfie dinámica que a una nota en proceso.
Notamos ese uso y abuso de la selfie en las pasadas elecciones locales.
No cabe duda de que las selfies y sus variantes evolutivas como publicaciones en Facebook, flashazos instagrameros, tiktokes y dudosas primeras planas, tuvieron harto impacto en los electores, sobre todo en los que, por sus peculiares frustraciones, viven ese mundo de caramelo y algodones de azúcar.
Raza que no siempre vota, siempre paga, y no sabe mandar ni le interesa aprender, así que elige al candidato más glamoroso para que mande por ellos.
- ¿Exagero?
- ¿De veras?
- ¿En esas campañas electorales replicadas en redes sociales hubo realmente alguna propuesta de gobierno seria y bien desarrollada?
No, fue sólo un posicionamiento de imagen en quienes cuelgan su famélica autoestima en ídolos ajenos, distantes, pero deslumbrantes.
Por supuesto que en el caso de Nuevo León no hubo excepciones.
El joven Samuel, ídolo de las redes, se mantiene hashtagueado sistemáticamente.
Así sea en Escocia, Egipto, Suiza o Los Ramones.
La foto/video del gobernador sigue saturando redes y medios.
Bien curiosas, por ejemplo, las insistentes notas locales en donde se ponen por los cielos las actividades del joven Samuel en la cumbre económica de Davos.
El placeo y la selfie son evidentes. No sé si lo invitaron o se invitó, aunque me inclino por lo segundo, pero no vi más que la típica foto:
