1.
Allá por 1986, me encontraba confesando en la Basílica del Roble. Un profesor en la UANL, y miembro del entonces PSUM (Partido Socialista Unificado de México), con quien mantenía largas conversaciones sobre problemas políticos y sociales, me miraba desde la sacristía: quería invitarme a un evento.
Las personas que esperaban el sacramento, unas 20 en la fila, eran todas ancianas y de aspecto muy pobre. “Compañero -me dijo al terminar mi servicio-: ¿por qué pierde su tiempo con esas mujeres que no pueden participar en la revolución, …
2.
… que no forman parte del proletariado?”.
Mi amigo manejaba la clásica distinción del marxismo-leninismo entre pobres y proletarios.

Éstos eran sólo dueños de su trabajo, pero tenían la capacidad de cobrar conciencia y organizarse para luchar por su liberación.
Aquéllos ni siquiera tenían empleo y, por lo mismo, no podrían concientizarse y participar en un proceso revolucionario. “Esto ilustra nuestras diferencias, compañero -repetí el epíteto-. A estos pobres, a quien nadie valora, ustedes tampoco tienen en su radar de atención”.
3.
Pero llegó AMLO al poder, y muchos pensamos que ahora sí, la izquierda gobernante haría algo, de preferencia mucho, para atacar la pobreza en México.
“Primero los pobres”, fue la consigna que corroboraba la esperanza; llovieron carretadas de dádivas para sectores marginados y, aunque fuera una medida asistencial, al menos se repartía la riqueza, aún de forma mínima, con quienes -pensábamos- más lo necesitaban. Pero hay dos elementos que derrumban esta ilusión:
Las palabras del propio presidente de la república y algunos datos duros.






