Opinión

El toro al olvido y matan la libertad

José Luis Galván DETONA: Dicen que la infancia es destino, y en mi niñez habita un ruedo bañado por el sol de los domingos.

Recuerdo aquellos días con la familia, caminando hacia la plaza Monumental, donde el albero amarillo brillaba como un tapiz dorado bajo los pies de los hombres de traje de luces.

Todo el redondel se transformaba en una puesta en escena, un cuadro impresionista que danzaba entre el rosa de los capotes y el rojo intenso de la muleta. 

Lo que más me impresionaba, lo que llenaba mis ojos de asombro, era la salida del toro bravo.

Regularmente negro, azabache, entraba al ruedo con la majestuosidad de un rey que enfrenta su destino.

Había vivido cuatro años en la calma del campo bravo, libre entre encinas y pastizales, esperando aquel día que marcaría su historia.

Y en ocasiones, si su bravura conquistaba a todos, se le indultaba para regresar a su tierra, libre entre vacas, como el símbolo inmortal de la grandeza.

La tauromaquia la aprendí de manera romántica, al lado de mi padre, don Roberto, un apasionado de la fiesta brava.

Seguimos a Manolo Martínez, torero de época, de plaza en plaza, como si fuéramos parte de su cuadrilla invisible, acompañando su despedida de los ruedos.

En casa, la magia de los toros seguía viva.

Mi hermano Beto y yo convertíamos el patio en una plaza de toros.

Del tendedero tomábamos las toallas que hacían de capote; con una rama cualquiera imitábamos la espada.

Beto empujaba una llanta vieja, que jugaba a ser toro, y yo, más pequeño, me lanzaba a dar muletazos como “la regiomontana”, imitando a Eloy Cavazos otro maestro de la tauromaquia.

A veces, hasta teníamos juez de plaza: mi madre, que se sumaba al juego con esa inocencia que solo la infancia permite.

Ahora , al mirar atrás, siento que tal vez estoy defendiendo algo que ya no regresará, como la misma infancia.

Tal vez es cierto que, en esta época de violencia desmedida, la imagen de un toro que muere en la arena es incomprensible para muchos.

Pero también es cierto que, con un estoconazo de tinta y discursos, los políticos pretenden acabar con el toro bravo sin darse cuenta de que están condenándolo al olvido. 

El toro de lidia no es solo un animal, es un testamento vivo de fuerza y dignidad.

Sin la fiesta brava, ese animal indómito que una vez me hizo soñar morirá en silencio.

Desaparecerá de los campos, de los lienzos de Goya, de las palabras de Hemingway, de la memoria de quienes vimos en él una fiera que peleaba por su vida con la nobleza de un guerrero.

Hoy, después de ver toros por casi cincuenta años, ya no es lo mismo.

Me considero en ese aspecto, un viejo terco, aferrado a una tradición familiar y cultural.

A mis hijos los llevé de niños a las corridas; lo disfrutaron un tiempo, pero hoy, como adolescentes, me han dejado solo en esta pasión.

Les parece cruel y salvaje. 

Por eso, a las autoridades solo les pido que nos dejen solos.

Que nos permitan, a los que crecimos con esta pasión, seguir recordando en la plaza lo que fuimos.

Porque, en unas décadas, cuando muera el último taurino, con él morirá también el último toro bravo.

Y ese día, el silencio del campo bravo, ya no será libertad, sino abandono. 
https://vimeo.com/1015118818