En la Avenida Revolución
Una señora cincuentona camina sola y marchita.
Sale de un cabaret de los que han robado espacio a los sótanos de los edificios.
En una de las bocacalles, que dan a la plaza de Santa Cecilia, hay un viejito de pelo teñido, que se viste como Carlos Gardel.
Pone una cinta en un aparato con arrugas en el exterior, como él.
Se escucha la "comparsita" en una bocina cascada, como su voz, canta con voz reseca, que en otro tiempo debió de ser grave y sonora.
Imita el gesto chulesco, bacán, de aquellos guapos de boca y palermo, con cuchillo en la sisa del chaleco, cuyas andanzas nos cuentan Borges y Bioy Casares. Buenos Aires en Tijuana. Un chulo al estilo Pedro navajas, mexico argentino.
El anciano canta mirando lejos, muy digno, ensimismado en otros tiempos cuando era joven, gallardo y arrancaba con sus canciones suspiros de hermosas mujeres de su Tierra.
Tijuana es el último camino para muchos inmigrantes de países lejanos, barrera del maldito american dream.
Me acerco a soltarle unos pesos.
Él, sin dejar de cantar, impasible el rostro, se toca el ala del sombrero.
El fantasma de Carlos Gardel ronda en Tijuana —me digo.
O tal vez un Gardel que hubiera sobrevivido a la caída del avión y ahora vagase por Tijuana-Buenos Aires de incógnito, sombra de sí mismo y de mi imaginación.
Es hermosa la avenida Revolución de Tijuana, con sus bares y sus restaurantes en los balcones de los segundos pisos, con las tiendas donde se amontona el barroco recuerdo de un pasado opulento.
El paseo por allí resulta muy agradable, si uno consigue olvidar los rebaños de gringos, rubios, ruidosos, que mascan chicle, graznan en anglosajón y deambulan en torpes grupos, haciéndose fotos sin saber en dónde están.
Voy comprando libros viejos en los pasajes, curioseando entre los tenderetes, revisando mazos de antiguas postales, fotos de Villa, llamadores de bronce, mohosas kodak de los años veinte, destrozados juguetes de hojalata, muñecas de pelo natural. Mirando del modo adecuado, afinando las yemas de los dedos para acariciar los antiguos objetos, captando el rumor del tiempo transcurrido.
Entonces cada calle, cada rostro, cada rincón cobra sentido.
Y uno conoce, comprende y ama.
Me senté en uno de los bares de la avenida, con nombre europeo, el Praga.
Estando allí se acercó una señora.
Iba moviéndose de mesa en mesa con extrema cortesía y una sonrisa educadísima.
Ella parecía conocerme.
Cuando llegó a mí comprobé que vendía un humilde libro de poesía (una plaqueta engargolada) escrito por ella.
Miré el título: "Aires de una pena".
- Un gringo estúpido, que ocupaba la mesa de al lado, la había tocado con imprudencia y ella, al reclamarle, la rechazó con malos modos.
- Ese hecho me hizo exagerar el interés.
- Me puse de pie y le volqué con el codo la cerveza a aquel animal, cuando me incliné hacia la señora con riesgo de que fuera de la Navy.
- Por fortuna el rubio no dijo nada ante mi mirada terrible.
- "Aires de una pena", me mostró el engargolado, contenta.
- Era un homenaje a un ser querido.
- Leí: “Aquí en Tijuana ya no existe aquel farol alumbrado a querosén...”
La señora tenía unos ojos inteligentes y dulces, muy guapa.
—Quiero este libro —me cobró quince pesos.
—¿A dónde va a ir el libro? —preguntó, sacando una libretita y un lápiz.
Me dijo que apuntaba siempre el lugar a donde iban sus compradores fuereños.
La hacía feliz, añadió, saber que sus modestos pensamientos escritos iban a conocer otros sitios.
—Se queda aquí en Tijuana, tengo poco de vivir aquí, por eso parezco extraño.
Después se alejó entre la gente, con su bolsito lleno de libros apretado contra el pecho.
Y yo me quedé con mi ejemplar entre las manos, con una dedicatoria: