Opinión

El que vea a Tongolele no comulga

Sonya Santos DETONA: Hace algunas semanas murió Tongolele (Yolanda Yvonne Montes Farrington) a los 93 años.

Fue una bailarina exótica nacida en Spokane, Washington, pero criada en San Francisco.

Su padre, piloto de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, era mexicano con ascendencia española y sueca, su madre de origen francés-haitiano.

Su abuela, nacida en Tahití, guardaba discos de música tahitiana en su recámara, y Tongolele bailaba ese ritmo a puerta cerrada, sin contárselo a nadie.

Llegó a México en 1947, cuando tenía 15 años.

En ese entonces, los cabarets estaban dominados por las rumberas, que bailaban la rumba cubana, un género nacido en el siglo XIX con profundas raíces africanas, considerada la base de muchos ritmos y bailes latinos como la salsa, y fue reconocida por la Unesco en 2016 como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Este género festivo combina música y baile, donde los bailarines, en pareja o solos, siguen el ritmo marcado por la clave, una secuencia de golpes que construyen a las demás líneas melódicas y rítmicas, además de ser un instrumento de percusión que consiste en dos palos de madera que se golpean entre sí para producir un patrón rítmico que los tambores replican.

Sin embargo, Tongolele no siguió esa tradición: ella bailaba ritmos tahitianos, que más tarde fusionó con influencias africanas.

En su estilo, eran los músicos quienes la seguían a ella, y no al revés.

Con su distintivo cabello negro, un mechón plateado y sus ojos azules, Tongolele deslumbraba en los escenarios.

Pero, debido a su acento y su sensual forma de bailar, en México solo se le ofreció un camino: bailar.

Nunca le dieron la oportunidad de la actuación.

Sus presentaciones provocaron reacciones extremas, incluyendo el reparto de volantes en las puertas de los teatros por parte de autoridades eclesiásticas, advirtiendo que "quien cometa el pecado de ver y aplaudir a Tongolele será excomulgado".

Aun así, de todas las bailarinas de la época, probablemente fue la más reservada; nunca se le vinculó con "amigos nocturnos" ni con regalos costosos.

Tongolele y Joaquín González, reconocido percusionista cubano apodado "El mago del tambor", formaron una pareja donde el amor y la música fueron el eje de su vida.

González, nacido en La Habana, era un virtuoso de la conga (tambor alto y estrecho de origen cubano), talento que lo llevó a destacar en la escena musical.

La pareja se casó en Nueva York en 1956, y su relación se consolidó tanto en el ámbito personal como en el profesional, actuando juntos en múltiples espectáculos.

Tuvieron dos hijos gemelos, Ricardo y Rubén González Montes.

A pesar de los retos propios de la vida artística, mantuvieron un matrimonio sólido hasta el fallecimiento de González el 22 de diciembre de 1996.

Una anécdota sobre ella, que me hizo reír fue cuando leí la biografía, escrita en primera persona, de Jesús Adalberto Martínez, El rey del cabrito.

Aunque el libro muestra su falta de destreza para escribir —aun asistido, o escrito por alguien más que se presenta en la portada—, yo disfruto la información de este tipo de libros porque reflejan la vida cotidiana de personajes de Nuevo León.

Martínez cuenta que, cuando trabajaba en un restaurante, dormía en la azotea del mismo al aire libre.

Desde ahí, disfrutaba gratuitamente de los bailes de mujeres exóticas que se realizaban en la Arena Monterrey, la cual no contaba con techo, y eran organizados por Jesús Garza Hernández, conocido como Don Chucho, mi abuelo, quien administraba ese lugar.

Y para que mi familia no se altere, debo agregar que su primordial actividad eran las peleas de box y lucha libre.

Tuve la oportunidad de ver a Tongolele bailar en la obra de teatro "Perfume de gardenia", creo que en 2011.

También participaba la cubana Niurka Marcos, y debo decir que estuvo a la altura.

Para la posteridad queda una escena icónica en la película "El rey del barrio", donde se cuenta que originalmente no estaba planeado que Tin Tan bailara.

Sin embargo, en un acto improvisado, el protagonista la acompañó por unos segundos en la pista del cabaret, dejando una huella imborrable en la memoria del cine mexicano.