De Rayados y Tigres: la pasión de los que nacimos aquí
Fue ahí, entre salas de arte contemporáneo y reuniones de montaje, donde descubrí que incluso lejos de casa, uno nunca deja de ser regio.
Meses después se disputaba la final del fútbol mexicano.
En el museo, mis colegas decidieron organizar una quiniela para adivinar quién sería el campeón.
Sin dudarlo, solté con firmeza: —los Rayados de Monterrey—.
Me miraron sorprendidos.
—¿Pero si van casi en último lugar? Vas a perder—.
Mi respuesta fue tan sencilla como inquebrantable:
—imposible irle a otro equipo, esté en el lugar que esté—.
Y es que así somos los regios.
La "patria" es primero.
Tenemos un sentido de pertenencia, de orgullo por lo nuestro, que pocas veces he visto fuera de Nuevo León, tal vez entre los yucatecos, a quienes admiro también por esa fidelidad territorial.
En Monterrey, el fútbol ha dejado de ser solo un deporte: es identidad, es pasión, es herencia familiar.
A veces parece más una religión que una afición.
Y como buena religión, está dividida entre dos grandes credos: los Rayados del Monterrey y los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Esta división ha alimentado una de las rivalidades más intensas del fútbol mexicano: el Clásico Regio.
Pero, ¿qué es el Clásico Regio? es el partido que enfrenta a los dos equipos más queridos y a veces más odiados de Monterrey: Rayados y Tigres.
Más allá de un simple encuentro deportivo, este duelo representa una batalla simbólica entre dos formas de entender la ciudad, el fútbol y la vida misma.
El primer Clásico se jugó el 13 de julio de 1974, en la cancha del Estadio Universitario.
Desde entonces, los enfrentamientos se han multiplicado y encendido no solo los estadios, sino también las casas, las oficinas y los corazones regiomontanos.
Es la sobremesa que divide familias, es debate acalorado en las carnitas asadas, el motivo para pintar de azul o amarillo las redes sociales.
A lo largo de los años, el Clásico ha ofrecido momentos inolvidables.
Desde volteretas históricas y goles agónicos, hasta aquella final inolvidable de diciembre de 2017 donde, por primera vez en la historia, ambos equipos disputaron el campeonato nacional.
Ganó Tigres.
Pero ganó también la historia del fútbol mexicano, que presenció uno de los episodios más emocionantes y disputados que se recuerden.
Porque si algo tiene el Clásico Regio es que no importa quién gane, lo que importa es que Monterrey entero se detiene, se emociona, se viste de gala para ver a sus dos gigantes medirse en la cancha.
Lo que sucede va más allá del marcador.
Refleja una ciudad que se ha transformado, una sociedad que se reconoce en la rivalidad, pero también en el respeto, una cultura futbolera que ha crecido con orgullo, pasión y espectáculo.
Para los regios, no hay juego más importante.
Y yo, que hace décadas dejé Monterrey para vivir en la capital, sigo esperando cada Clásico como si fuera una celebración íntima, una conexión directa con mi tierra.
Lo curioso es que ni siquiera sé de fútbol, ni lo sigo con atención.
Pero eso no importa.
Porque lo que vibra en el Clásico no es solo un balón: es el sentimiento por mi región, el amor a lo que soy, a lo que fuimos y seguimos siendo, aunque estemos lejos.
Y eso, créanme, no necesita reglas ni repeticiones para sentirse en el pecho.
Dato adicional.
El sábado pasado de llevó a cabo, y fueron los Tigres, con un 2-1 los que ganaron.