Los zopilotes vuelan en círculos
Alguna vez, cuando era un chamaco real y no imaginario, le pregunté a mi tío Macario si me aconsejaría ir a Estados Unidos a trabajar.
Él trabajó durante muchos años en el gabacho, y seguramente me daría la mejor orientación.
Me sorprendió su respuesta: “Ni se te ocurra. No sabes lo que es eso”.
Rápidamente cambió de tema y ya no quise pedir explicación.
Mi tío Macario era muy bromista, así que cuando hablaba en serio, había qué tomarlo muy en serio.
Con el tiempo vi cómo algunos conocidos y amigos decidieron migrar, casi todos a Estados Unidos.
El contacto con la mayoría de ellos se disolvió.
Hasta las cartas de amigos de la infancia se perdieron cuando el huracán Gilberto devoró mi pequeña biblioteca.
No sé si a mis migrantes cercanos les cale la nostalgia por el terruño. No sé si la identidad les pese o sí ya miren al sur con curiosidad turística.
Lo único cierto es que han sido asimilados por otro país, tal vez a regañadientes, pero si no los han expulsado es obvio que no estorban.
La migración desde nuestra franja fronteriza hacia Estados Unidos tiene sus peculiaridades.
No es lo mismo que migrar desde Michoacán, Chiapas, Centroamérica, Sudamérica, o desde el fundillo del mundo.
El tajo que mutiló el territorio nacional dejó cicatriz, pero no cortó los vínculos; hay todavía rescoldos de una ambigua pertenencia desde ambos lados de la frontera.
Las divisiones políticas no son tan sólidas. Las fronteras trazadas con balas, con tinta o con muros, se desfiguran ante la naturaleza.
Así que los norteños mexicanos vemos con mucha naturalidad el cruce fronterizo, es nuestra genética trashumante que tampoco nos asimila del todo a uno u otro lado. Tal vez por eso vemos y nos ven tan distintos y distantes, al y desde el sur del país.
En el pasado los norteños fuimos defensores feroces de la frontera política.
Los “bocas de palo”, las “compañías volantes”, hicieron lo suyo dándole al norte de México una orgullosa autonomía casi separatista.
Una versión republicana de la antigua “marca” feudal.
Marqueses rifleros y polvorientos a caballo enfrentando las incursiones vandálicas de los “indios” güeros, y muy hábiles para aprovechar las ventajas comerciales de una frontera.
Todo este equipaje cultural nos da una perspectiva diferente del fenómeno de la migración.
Lo nuestro no es un éxodo, un vaivén de gitanos tal vez.
El nomadismo desde más allá de la cintura de nuestro mapa hacia el norte es distinto, Israel sin un Moisés, pueblos prófugos de la desesperación hacia la desesperanza.
La tragedia de los migrantes muertos en Chihuahua es lamentable, plañible.
Pero el oportunismo político es malnacido, miserable, dimensiona la desgracia humana como arma.
No es distinto al sitio de Caffa en la Edad Media.
La Horda de Oro bombardeó el puerto genovés con cadáveres infectados de peste.
El resultado fue histórico: Europa diezmada. Igual ahora se profanan los cadáveres de los migrantes arrojándolos a objetivos políticos.
El término es preciso: profanación.
La demencia y la voracidad carroñera ya hasta se atreven a calificar a esta tragedia como crimen de estado añadiéndole su propio dolo a la evidente e ineludible culpa.
Es la misma malicia demente y voraz con la que un legislador gringo propone una iniciativa de ley para “a-terrorizar” a los cárteles mexicanos (no a los suyos), o como el “bad man” Donald Trump que ya cocina su campaña electoral convocando a una guerra contra México, con misiles y todo.
Para esa gula rapaz, nuestra mesa nacional está servida con los más delicados manjares de la inestabilidad política y social, del entreguismo.
Hay que estar atentos, porque Estados Unidos nunca ha amenazado en vano y nunca ha renunciado al expansionismo.
Sí que tenemos un grave problema con los migrantes.
Para la sensibilidad norteña, donde la hospitalidad es sagrada pero temporal, no pareciera ser tan delicado.
La percepción desde otras partes del país y de América es diferente.
La migración es un derecho humano universal, pero hay restricciones en la geografía política y alicientes en supervivencia.
México es más un país de paso, no tanto un objetivo.
Tenemos el derecho legal de impedir el acceso a los migrantes, pero también tenemos el deber humano de protegerlos; no hay que decir que la humanidad está por encima de las leyes.
No hemos ejercido cabalmente ni nuestro derecho ni nuestro deber.
No somos los promotores de la migración, cada país la engendra con acoso, injusticia, pobreza e inseguridad.
Tampoco somos la brújula de esa ruta; es precisamente Estados Unidos el que ilusiona a los peregrinos auto promoviéndose como la Jerusalén de la libertad y de la bonanza económica.
El caso de Ciudad Juárez no es una generalización pero sí es una dolorosa y enérgica llamada de atención a nuestro gobierno.
Se ha negociado con Estados Unidos para contener la migración, y se ha promovido la inversión en países americanos para desanimarla.
Pero hasta en esto hay excepciones para el “pater putatibus” de la democracia mundial, que bastardiza a regímenes que no le agradan o condiciona el apoyo.
No podemos seguir haciendo el trabajo de Estados Unidos que, así como no combate ni el consumo ni el tráfico internos de fentanilo y otras drogas importadas, tampoco asume su responsabilidad en el flujo de migrantes.
Negar el acceso o impedir el tránsito no son la solución.
Una estación ubicada en México como antesala de la repatriación o la aceptación, siempre será inhumana.
Así exageremos la protección de los migrantes, ellos jamás lo percibirán como nada más que una cárcel, un obstáculo, una derrota.
Una mala negociación en este tema nos ha puesto en un brete, porque la tragedia en Chihuahua no será un “casus belli” para las patrias de las víctimas, pero sí un argumento más para las sistemáticas agresiones de Estados Unidos contra México.
Y es notorio que a muchos legisladores estadounidenses no les importaría,
y hasta disfrutarían convertirnos en otra dividida y diezmada Ucrania.
El gobierno federal tiene la obligación de enfrentar y resolver el caso de estos migrantes fallecidos, pero debe ir más allá, porque no son los únicos ni serán los últimos.
La responsabilidad no es nueva, es histórica.
La coyuntura política dentro, fuera y contra la 4T favorece la magnificación mediática de este caso.
Todos los zopilotes vuelan en círculo sobre los cadáveres, y esta no será la excepción.
Es muy tentador salir al paso de este problema en particular con muchas declaraciones, un proceso judicial y algunos ceses más aparatosos que efectivos, pero no será un remedio sino un apósito.
Como lo han sido todos los remedios de todos los regímenes.
Poner represas fronterizas sólo incrementa la presión, pero la turbulencia seguirá latente.
Así que… ¿crimen de estado?
Tenemos bastantes ejemplos para comparar e identificar las verdaderas culpas y dolos del estado:
- Tlatelolco.
- Jueves de Corpus.
- Aguas Blancas.
- Acteal.
- Tlatlaya.
- Nochixtlán.
- Ayotzinapa.