Fallar bonito: el arte de estrellarse con elegancia (y aprender algo en el proceso)
O por qué preferimos repetir la misma estrategia fallida, con tal de no vernos “mal” intentando algo nuevo.
Spoiler: es porque nos educaron para ganar, no para aprender.
Hoy cierro un curso.
Me siento lleno, agradecido, retado.
Pero también un poco confrontado.
Porque entre los últimos materiales que recibimos nos mandaron una joya: una nota técnica titulada “Aprender a fallar”.
Suena a taller de coaching, sí.
Pero no es eso.
Es un tratado bien estructurado sobre el arte de estrellarse, reflexionar y no morir de pena en el intento.
La trampa del éxito
La nota abre con un golpe suave al ego: todos queremos ser exitosos, pero pocos nos detenemos a cuestionar qué significa eso realmente.
Porque el éxito no es solo riqueza o prestigio, también es sabiduría, servicio, decisiones acertadas y –he aquí lo difícil– la capacidad de navegar lo inesperado.
Pero cuando llevamos un rato “ganando”, pasa algo curioso: el éxito nos anestesia.
Nos vuelve menos sensibles a lo nuevo, más propensos a repetir fórmulas viejas.
Pensamos: “¿para qué moverle, si así funciona?”.
Y entonces, como buen Nokia en 2007, dejamos de escuchar las señales del cambio porque aún vendemos bien.
La trampa del éxito prolongado es que te hace sentir invulnerable.
Refuerza tus sesgos.
Te convence de que tu método es inequivoco.
Y cuando por fin llega la tormenta (porque llega), no solo estás mal preparado: estás en piloto automático… sin manos.
El miedo a caerse
En esta cultura que premia al ganador del día y lincha al que se equivocó en público, el error se esconde.
Se barre debajo de la alfombra o se disfraza de “aprendizaje” en LinkedIn.
Pero el miedo al fracaso no es nuevo, viene desde la infancia: nos premiaron por tener la respuesta correcta, no por intentar la difícil. Incluso hoy, en muchos trabajos, “fracasar” no es una oportunidad de aprendizaje, es una amenaza para tu estatus.
Y eso tiene consecuencias.
Nos volvemos intolerantes al error.
Al no saber.
A pedir ayuda.
Nos aferramos a lo conocido y desarrollamos rutinas de pensamiento que priorizan la eficiencia sobre la evolución. Como quien maneja siempre por la misma avenida porque ya sabe dónde están los baches… aunque esa calle ya no lo lleve a donde quiere ir.
La hipoteca emocional del fracaso
El texto entra con fuerza al tema del fracaso empresarial, y lo hace sin rodeos: cuando una empresa fracasa, no solo se pierden recursos; se fractura la autoestima del fundador, se sacude su red de apoyo, y en muchos casos, se desploman las expectativas familiares y sociales que había cargado como mochila invisible.
Fracasar no solo duele, también cansa.
Emocionalmente, mentalmente y hasta físicamente.
La ansiedad por aparentar que “todo bien”, el desgaste de mantener la fachada, la culpa por haber arrastrado a tu equipo, tus inversionistas, tu familia.
Y, para acabarla, el miedo a intentarlo otra vez.
Porque ya sabes lo que se siente caerte... y aún lo estás pagando.
Aceptar y restaurar: el verdadero juego largo
Pero no todo está perdido.
La nota propone dos caminos para recuperarse del fracaso: la aceptación y la restauración.
La aceptación implica reconocer lo que pasó, entenderlo, procesarlo emocionalmente.
No esconderlo.
No minimizarlo.
La restauración, en cambio, es el paso hacia adelante: es empezar algo nuevo, con una energía distinta, con otra mirada.
Ambos caminos son importantes.
Y lo que me parece más poderoso es que no se trata de elegir uno.
La oscilación entre ambos (aceptar y luego restaurar) permite que sanemos sin quedarnos atorados en el dolor… pero también sin volvernos adictos a la acción que anestesia.
Me gusta cómo lo plantea: aceptar no es rendirse, es reorganizar el sentido.
Restaurar no es negar el pasado, es construir con él.
El tridente del aprendizaje
Al final, el texto nos deja tres hábitos que, si los ponemos en practica, pueden volvernos mejores personas, mejores líderes y, por qué no, mejores fracasados:
- Reflexión crítica: Detenerte. Pensar. No actuar por impulso. En un mundo de decisiones rápidas, notificaciones y “tenemos que responder ya”, la verdadera revolución es darte tiempo para pensar bien. Como decía Warren Buffet: “cuando hay crisis financiera, me encierro a pensar con mi equipo, sin llamadas, sin noticias, sin teléfonos”.
- Humildad: La más escasa en LinkedIn y la más valiosa en la vida real. Ser humilde no es tener baja autoestima, es aceptar que te puedes equivocar y que no siempre sabes qué hacer. Los grandes líderes no son los que tienen todas las respuestas, sino los que saben a quién preguntarle.
- Distancia emocional: No confundas tu error con tu identidad. No eres un fracaso, tu plan lo fue. No eres un incompetente, cometiste un error. Separar lo que haces de lo que eres es una habilidad emocional que te permite levantarte más rápido y con menos peso.
Entonces, ¿por qué fallar?
Porque en un mundo que cambia cada tres semanas, lo peor que puedes hacer es quedarte cómodo.
Porque las organizaciones que sobreviven no son las que nunca fallan, sino las que fallan rápido, barato y con aprendizaje.
Porque los líderes que inspiran no son los indestuctibles, sino los que saben pedir perdón, reírse de sus errores y corregir rumbo sin drama.
Porque si nunca has fracasado, probablemente tampoco has intentado nada realmente retador.
Y sobre todo, porque mientras el éxito te llena de aplausos, el fracaso –cuando lo enfrentas con entereza– te llena de carácter.
Así que cierro este curso no con un “éxito”, sino con una caída bien reflexionada.
Una de esas que raspan, pero enseñan.
De esas que no caben en una story, pero sí en la historia.