Blue Demon. Idolo mexicano sin límite de tiempo
Textos: Héctor Orozco y Aldo Sánchez Editorial: TodoBien Estudio de Brenda Rodríguez y Óscar Reyes.
Hay destinos que se predicen como profecías veladas, como historias que se escriben mucho antes de ser vividas.
Me adelanto a una pregunta no formulada, una duda que flota en el aire como un eco sin dueño:
¿Qué hace esta mujer presentando un catálogo de lucha libre?
Y bien, en este 2023, los que nacimos bajo la sombra de la II Guerra Mundial, a quienes llaman Baby Boomers, hemos aprendido que nada nos es ajeno.
Menos aún cuando crecimos en casas habitadas por artistas y empresarios, cantantes y pensadores libres, mexicanos, norteamericanos, intelectuales de caminos vastos, boxeadores y luchadores, mitos en carne y hueso, héroes sin armadura, pero con máscaras que resguardaban su esencia.
Hoy, al hablar de Blue Demon, su silueta se entrelaza silenciosamente con la de mi padre, Jesús Garza Hernández, “Don Chucho”.
Él fue el guía de mis pasos por aquel mundo de sombras y luces, de caídas y vuelos, donde la lucha libre no era solo un espectáculo, sino un reflejo de la vida misma.
Desde la intimidad del hogar, sin darme cuenta, me adentré en esa esfera sagrada de cuerpos ágiles y almas indomables, nuestros gladiadores contemporáneos, tan antiguos como los dioses del Olimpo, tan eternos como los versos de Homero.
Gimnastas de excelencia, danza feroz sobre la lona, coreografía de puños, de saltos y llaves maestras.
Un arte que las niñas de los años cuarenta apenas podían mirar desde lejos.
En Monterrey, la Arena Coliseo, el Auditorio Monterrey, la Plaza de Toros Monterrey, eran los templos de esta épica moderna, escenarios de batallas grabadas en la memoria. Cita Kierkegaard: “La vida se vive hacia adelante, pero se entiende hacia atrás.”
Y así, el pasado nos entrega sus claves, sus voces y sus ecos, para entender lo que escuchamos, lo que vimos, lo que aprendimos.
Mi abuelo, ruso-norteamericano, fue director de mantenimiento de estos coliseos, y entre afiches descoloridos, imprentas que parían nombres inmortales, boletos marcados con destino a la gloria, y el aserrín esparcido en la lona, se tejía el destino de titanes.
Mi padre organizaba combates, dibujaba historias sobre el papel y sobre el ring bautizaba a los guerreros con nombres que resonarían en el tiempo. En los años cuarenta, supe por primera vez de Blue Demon.
Mi padre tenía su catálogo: fotografías, peso, origen, las marcas de su historia en construcción.
Me contaba que era un gimnasta prodigioso, forjado en el Círculo Mercantil Mutualista, un sitio donde los jóvenes moldeaban sus cuerpos y su espíritu.
Nacido en La Escondida, García, Nuevo León, halló su destino en el cuadrilátero bajo la mirada de Rolando Vera y Alex Romano, nombres que resonaban entre cuerdas tensas y reflectores.
En Laredo, Tamaulipas, dio sus primeros pasos en el arte de Pancracio, y allí, entre ecos del Río Bravo, lo llamaban “El Manotas”.
Mi padre, al verlo en el ring, supo que estaba ante algo único.
Pero faltaba un bautismo de fuego, un nombre que sellara su destino.
Mi abuelo, de lengua inglesa, traducía cada palabra al idioma de su infancia y su exilio.
Escuchó a mi padre decir: “Voy a contratarlo, pero quiero un enmascarado.”
Y nació la necesidad de un nombre eterno.
En aquel entonces, el mundo del periodismo jugaba con ángeles, santos y demonios. “El Ángel” ya deslumbraba con su lema: “La cara que solo una madre podría amar.”
“El Santo” comenzaba a forjarse en las viñetas y a caminar entre los héroes de la pléyade.
Pero mi padre, con su instinto de creador, miró más allá de la máscara.
Tal vez pensó en Simón Templar, quizás en la novela de Paul Bourget, “El demonio del mediodía.”
O acaso escuchó el eco del Salmo 90, versículo 6, donde la sombra del demonio merodea en la luz del mediodía.
Y así, de mitos y escrituras, de relatos bíblicos y novelas francesas, nació un nombre que reinaría sobre la lona: