Un monstruo llamado Gilberto
La detonación de fuegos pirotécnicos iluminó con sus luces multicolores la bóveda celeste, al tiempo que una llovizna pertinaz, apenas perceptible, se dejó sentir en el ambiente animado de fiesta y algarabía provocado por miles de nuevoleones en la celebración del Aniversario 178 de la Independencia de México.
Minutos antes, Jorge Treviño Martínez tañía con mano firme la campana de Palacio de Gobierno y ondeaba frenético la bandera nacional, mientras coreaba los nombres de los héroes que nos dieron Patria y libertad: “¡ Mexicanos viva Hidalgo, viva Morelos, viva Josefa Ortiz de Domínguez, viva Allende, viva la independencia nacional, viva México, viva México, viva México!”, arengaba el mandatario.
En la plancha de la Macroplaza una multitud entusiasta ataviada con enormes sombreros, cornetones y trajes típicos replicaba la proclama del entonces gobernador de Nuevo León: “¡Viva México, viva México, viva México…!”, gritaban hombres, mujeres y niños emocionados, la lluvia mojaba sus cuerpos pero no apagaba el espíritu patrio de los regios.
Todo era alegría la noche del Grito de Independencia del 15 de septiembre de 1988 en Nuevo León. Nadie imaginaba que la tragedia estaba a punto de impactar al estado.
Un monstruo de viento y lluvia llamado “Gilberto”, que nació como tormenta tropical en el Atlántico, se abalanzaba hacia la entidad con una furia desbastadora.
Después de fortalecerse en las cálidas aguas del Mar Caribe, el meteoro golpeó Haití, Jamaica y las Islas Caimán.
Con vientos de 270 kilómetros por hora el gran huracán enfocó su trayectoria hacia la península de Yucatán. Cancún era el punto de colisión. Sin embargo, la tormenta se alimentó en el Golfo de México y enfiló hacia el estado de Tamaulipas, antes de sacudir Campeche.
El 17 de septiembre “Gilberto” culminó su fatal recorrido en el Cerro de la Silla, justo sobre la zona metropolitana de Monterrey, dejando a su paso muerte y destrucción.
En aquella época me desempeñaba como reportero de televisión para el Canal 28 y Radio Nuevo León cuando la tragedia llegó por sorpresa en mi día de descanso. Recuerdo que desayunaba en una fonda cercana a la Explanada de los Héroes acompañado de mi pequeño hijo Judás Peña (+) y de Roció su madre, cuando de pronto recibí una alerta en el radio beep. Era Carlos Ramírez coordinador de información del Departamento de Noticias de la televisora pidiendo me reportara con urgencia a su oficina.
Salí de inmediato a hablar de un teléfono público, en aquella época no se estilaban los celulares. El día estaba soleado y tranquilo, no obstante, los noticieros de radio y televisión reseñaban ya la magnitud de la catástrofe.
“¡¿Donde chingados andas Paco?!”, me preguntó del otro lado de la línea un Carlos Ramírez con voz angustiada. “Estoy desayunando, descanso hoy”, le respondí intrigado.
“¡Que descanso ni que la chingada!, vete a Palacio de Gobierno, Jorge Treviño va a hacer un recorrido por la zona del desastre”, me indicó desesperado.
Vestido de pantalón de mezclilla, tenis y camiseta me trasladé al recinto. Lo encontré a oscuras. El huracán había dañado el sistema eléctrico del edificio sede del Poder Ejecutivo. En las escalinatas del Palacio saludé a José Luis Carrillo reportero del periódico El Norte, él también había interrumpido su asueto.
En menos de media hora estábamos en un área aledaña al canal del Obispo en San Pedro Garza García donde el gobernador, escoltado por una nutrida comitiva iniciaría la inspección. El recuento de los daños aún era incierto.
Al arribar al lugar nos enfrentamos a un panorama desolador.
Sobre los escombros observe deambular como zombies a los sobrevivientes de lo que se suponía se trataba de un complejo de asentamientos irregulares y que había sido sepultado por un alud de lodo y piedras. Ahí, se percibía la muerte y se palpaba la desgracia.
La escena era Dantesca y erizaba la piel, el llanto de las mujeres punzaba los oídos y el corazón daba vuelcos. En entrevistas que hice para la televisión los testimonios resultaban desgarradores. Se hablaba de familias enteras bajo las ruinas; de niños y ancianos arrastrados por la creciente del Rio Santa Catarina. De una colonia completa desaparecida de la faz de la tierra.
De pronto la agenda oficial sufrió un cambio imprevisto; vencido por la conmoción del momento Jorge Treviño pidió detener el convoy y se introdujo arrastrando lentamente sus pasos a una pequeña capilla de un seminario cercano. El gobernador se quebró.
En ese escenario litúrgico, ante un altar de un Cristo crucificado Treviño Martinez se hincó, unió sus manos y elevó una plegaria en memoria de las víctimas de aquel desastre que dejó más de 20 mil damnificados, viviendas destruidas, municipios incomunicados y serios trastornos en las vialidades, pero lo más grave: pérdidas irreparables de vidas humanas.
Desgraciadamente entre los muertos se contó a dos entrañables amigos, los periodistas Carlos Torres González y Leonardo “El Pájaro” Zavala.
El infortunio los sorprendió cuando el autobús en el que viajaban a Torreón Coahuila para estar presentes en la alternativa del torero Aurelio “El Yeyo” Mora, fue devorado por la corriente del Río Santa Catarina.
El cuerpo de Carlos, ex reportero de Tribuna de Monterrey fue rescatado semanas después de la contingencia a varios kilómetros donde sucedieron los hechos, los restos de “El Pajarito” no corrieron la misma suerte, 35 años han transcurrido y aun se registra en la lista de desaparecidos.
Después del azote del “Gilberto” la pesadilla para mi continuó al ser comisionado por Fernando Von Rossum Garza, director de la televisora, a dar seguimiento de la catástrofe y a incorporarme, junto con los cuerpos de auxilio, a la búsqueda de más cadáveres.
Consigné en la prensa que el anfiteatro del Hospital Universitario fue rebasado e insuficiente para albergar a los muertos que día a día eran rescatados por decenas, al grado quetuvo que rentarse un servicio de tráilers con frigoríficos y acondicionar la Funeraria del Pueblo en ciudad Guadalupe para realizar autopsias improvisadas.
En esos días, luego de una agotadora jornada de trabajo me dirigía con mi camarógrafo Jesús Cárdenas a las instalaciones del Canal 28 cuando observamos en el lecho del Río Santa Catarina varias camionetas del servicio médico forense. Por instinto periodístico nos trasladamos al lugar donde, al ras del suelo, un hombrecillo se arrastraba husmeando como sabueso, a la vez que desenterraba pedazos de ropa y toda clase de utensilios.
Era Marcos Efrén Zariñana “La Pulga”, el célebre rescatista del terremoto de la ciudad de México de 1985 y quien en entrevista me confesó una declaración lapidaria: “En este momento declaro al Rio Santa Catarina el cementerio más grande de América Latina”, después simplemente empezó a rezar.
Nunca olvidare sus palabras ni su rostro de impotencia.
Según las autoridades, las cifras oficiales de muertos que dejó el “Gilbertazo” oscilan los 260, sin embargo, una fuente militar me reveló meses después de la tragedia, que superaron los cuatro mil fallecidos.